Allá, en la Acequia Gorda granadina,
lejos de la ciudad de sus amores,
oye Martín los recios atambores
anunciando la lid que se avecina.
Armóse el mozo y presto se encamina
a amparar el pendón de sus señores,
mas una mano, torpe de furores,
hiere su joven carne seguntina.
Al contemplar la muerte frente a frente,
no pierde la arrogante compostura:
requiere el libro que le da su gente,
el codo apoya, quiebra la cintura,
cruza las piernas y elegantemente,
entra en la eternidad de su lectura.
(Antonio Fernández-Galiano)
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