Anoche estuve siguiendo por televisión el primer debate entre Zapatero y Rajoy de los dos que tienen previstos para esta campaña de las elecciones generales de 9 de marzo.
Enseguida, por la noche, y sobre todo hoy, día siguiente, las conversaciones entre unos y otros, en la calle, en el trabajo, en la radio, empiezan con la repetida pregunta de para tí quién ha ganado. Últimamente, los que se las dan de técnicos o entendidos en esto (y al final entendidos en todo) expresan esa pregunta con un "¿quién crees que ha estado más convincente?".
O sea, la gente se preocupa de saber qué politico, de los que piden el voto al ciudadano, ha estado más convincente, no cuál es más convincente. Yo creo que es más importante ser que estar, en esto como en casi todas las cosas. Ahora bien, como puede ocurrir que alguien sea convincente pero aun así el oyente no se deje convencer, más interesante sería ver quién convence realmentea a mayor cantidad de espectadores; de esta manera veríamos los frutos del debate. Sin embargo, no está ahí lo último, sino que lo verdaderamente importante es saber que un político, aspirante a gobernar o a seguir gobernando, es un convencido de las ideas que propugna; pero eso no llegamos a pedir porque pudiera ser que nos encontráramos con que no tiene ideas de las cuales convencerse.
Nada de eso; tras el debate nos paramos sólo a recordar los detalles que han dejado escapar los contendientes y que nos permiten ver cómo los dirigen sus asesores de imagen. Los asesores son los alteregos de los políticos y hoy día ocupan el puesto que antes ocupaban los ideológos, porque ya no hay ideólogos (ni ideologías).
Nos paramos a ver si un contendiente lleva, a la llegada a los estudios de televisión, la chaqueta abrochada, como un paquete, tal como le ha dicho su asesor o si, por culpa de los nervios, la lleva abierta luciendo la camisa, como paleto invitado a boda, y luego, también por culpa de los nervios, se entretiene en abrocharla y desabrocharla continuamente.
Nos paramos a ver si un debatiente lleva las cejas depiladas a modo para disminuir una defectuosa conformación o si, por el contrario, las ha tratado para resaltar su agudez convirtiendo un defecto en un símbolo. En el otro debatiente veremos si tiene hoy la barba tan descuidada como siempre o si, por el contrario, la lleva tan recortada que hace recordar enseguida las ocasiones en que no la recorta.
Nos paramos a ver si, a la hora de hablar alguno de los dos, es capaz de mirar de forma natural, ora al contendiente, ora al espectador, ora al moderador. Recordaremos quizás que uno ha mirado fijamente al otro, sin pestañear todo el rato, como intentando abrumar con la mirada, por si las palabras no fueran suficientemente abrumadoras; posiblemente echemos en falta algún parpadeo humanizador. También recordaremos que el otro no hacía nada más que mirar para los lados mientras hablaba, como buscando ayuda en alguien que estaba al lado o como mirando al espectador que imaginaba, en su nerviosismo, fuera de la cámara ¿o era sólo un poco estético tic?).
Nos paramos a ver si uno que está habitualmente en rictus sonriente ahora ha sonreído en el momento oportuno; quizás recordemos que no ha sonreído nada, otra de las cosas de los asesores de imagen. Quizás recordaremos que otro, que no suele sonreír habitualmente, ha sido sorprendido por la cámara en un movimiento de sonreír inopinadamente, delatando más contrariedad que satisfacción.
Nos paramos a ver si un contendiente es capaz de hablar sin leer un guión y si otro contendiente busca continuamente leer lo que debe decir. Recordaremos que uno no disimula su lectura y también caeremos en la cuenta de que el otro al final se rinde y acaba leyendo sus réplicas, dúplicas y contrearréplicas; y le llaman debate a eso.
Nos paramos a ver si el debate es una sucesión aséptica de intervenciones no interrumpidas o si se interrumpen; o si uno de los dos no para de interrumpir, quizás para no dejar que le lancen un dardo que no pueda repeler. Quizás recordaremos que el otro contendiente no se atrevía a interrumpir o a parar las interrupciones, tal vez ni siquiera a pedir ayuda al moderador; puede que el moderador tampoco se atreviera a parar las interrupciones.
Por cierto, el moderador también se convierte en objeto de las preguntas entre los viandantes: ¿qué tal estuvo como moderador? ¿intervino mucho o poco? ¿hizo lo correcto?
A todo esto, en lo que no nos hemos parado es ver qué ideas han transmitido provocándonos reflexión.
Pobre es la democracia que depende de que estén convincentes unos líderes políticos que se enfrentan en un debate televisivo.
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Hace 11 años